sexta-feira, 9 de agosto de 2013

Una vindicación de la cabala (Borges)

 
Ni es ésta la primera vez que se intenta ni será la última que falla, pero la distinguen dos hechos. Uno es mi inocencia casi total del idioma hebreo; otro es la circunstancia de que no quiero vindicar la doctrina, sino los procedimientos hermenéuticos o criptográficos que a ella conducen. Estos procedimientos, como se sabe, son la lectura vertical de los textos sagrados, la lectura llamada bouestrophedon (de derecha a izquierda, un renglón, de izquierda a derecha el siguiente), metódica sustitución de unas letras del alfabeto por otras, la suma del valor numérico de las letras, etcétera. Burlarse de tales operaciones es fácil, prefiero procurar entenderlas.
Es evidente que su causa remota es el concepto de la inspiración mecánica de la Biblia. Ese concepto, que hace de evangelistas y profetas, secretarios impersonales de Dios que escriben al dictado, está con imprudente energía en la Formula consensus helvética, que reclama autoridad para las consonantes de la Escritura y hasta para los puntos diacríticos —que las versiones primitivas no conocieron. (Ese preciso cumplimiento en el hombre, de los propósitos literarios de Dios, es la inspiración o entusiasmo: palabra cuyo recto sentido es endiosamiento.) Los islamitas pueden vanagloriarse de exceder esa hipérbole, pues han resuelto que el original del Corán —la madre del Libro— es uno de los atributos de Dios, como Su misericordia o Su ira, y lo juzgan anterior al idioma, a la Creación. Asimismo hay teólogos luteranos, que no se arriesgan a englobar la Escritura entre las cosas creadas y la definen como una encarnación del Espíritu.
Del Espíritu: ya nos está rozando un misterio. No la divinidad general, sino la hipóstasis tercera de la divinidad, fue quien dictó la Biblia. Es la opinión común; Bacon, en 1625, escribió: "El lápiz del Espíritu Santo se ha demorado más en las aflicciones de Job que en las felicidades de Salomón".[1] También su contemporáneo John Donne: "El Espíritu Santo es un escritor elocuente, un vehemente y un copioso escritor, pero no palabrero; tan alejado de un estilo indigente como de uno superfluo".
Imposible definir el Espíritu y silenciar la horrenda sociedad trina y una de la que forma parte. Los católicos laicos la consideran un cuerpo colegiado infinitamente correcto, pero también infinitamente aburrido; los liberales, un vano cancerbero teológico, una superstición que los muchos adelantos del siglo ya se encargarán de abolir. La Trinidad, claro es, excede esas fórmulas. Imaginada de golpe, su concepción de un padre, un hijo y un espectro, articulados en un solo organismo, parece un caso de teratología intelectual, una deformación que sólo el horror de una pesadilla pudo parir. Así lo creo, pero trato de reflexionar que todo objeto cuyo fin ignoramos, es provisoriamente monstruoso. Esa observación general se ve agravada aquí por el misterio profesional del objeto.
Desligada del concepto de redención, la distinción de las tres Personas en una tiene que parecer arbitraria. Considerada como una necesidad de la fe, su misterio fundamental no se alivia, pero despuntan su intención y su empleo. Entendemos que renunciar a la Trinidad —a la Dualidad, por lo menos—es hacer de Jesús un delegado ocasional del Señor, un incidente de la historia, no el auditor imperecedero, continuo, de nuestra devoción. Si el Hijo no es también el Padre, la redención no es obra directa divina; si no es eterno, tampoco lo será el sacrificio de haberse rebajado a hombre y haber muerto en la cruz. "Nada menos que una infinita excelencia pudo satisfacer por un alma perdida para infinitas edades", instó Jeremyas Taylor. Así puede justificarse el dogma, si bien los conceptos de la generación del Hijo por el Padre y de la procesión del Espíritu por los dos, insinúan heréticamente una prioridad, sin contar su culpable condición de meras metáforas. La teología, empeñada en diferenciarlas, resuelve que no hay motivo de confusión, puesto que el resultado de una es el Hijo, de la otra el Espíritu. Generación eterna del Hijo, procesión eterna del Espíritu, es la soberbia decisión de Ireneo: invención de un acto sin tiempo, de un mutilado zeitloses Zeitwort, que podemos rechazar o venerar, pero no discutir. El infierno es una mera violencia física, pero las tres inextricables Personas importan un horror intelectual, una infinitud ahogada, especiosa, como de contrarios espejos. Dante las quiso figurar con el signo de una reverberación de círculos diáfanos, de diverso color; Donne, por el de complicadas serpientes, ricas e indisolubles. Toto co-ruscat Trinitas mysterio, escribió San Paulino; "Fulge en pleno misterio la Trinidad".
Si el Hijo es la reconciliación de Dios con el mundo, el Espíritu —principio de la santificación, según Atanasio; ángel entre los otros, para Macedonio— no consiente mejor definición que la de ser la intimidad de Dios con nosotros, su inmanencia en los pechos. (Para los socinianos —temo que con suficiente razón— no era más que una locución personificada, una metáfora de las operaciones divinas, trabajada luego hasta el vértigo.) Mera formación sintáctica o no, lo cierto es que la tercera ciega persona de la enredada Trinidad es el reconocido autor de las Escrituras. Gibbon, en aquel capítulo de su obra que trata del Islam, incluye un censo general de las publicaciones del Espíritu Santo, calculadas con cierta timidez en unas ciento y pico; pero la que me interesa ahora es el Génesis: materia de la Cabala.
Los cabalistas, como ahora muchos cristianos, creían en la divinidad de esa historia, en su deliberada redacción por una inteligencia infinita. Las consecuencias de ese postulado son muchas. La distraída evacuación de un texto comente —verbigracia, de las menciones efímeras del periodismo— tolera una cantidad sensible de azar. Comunican —postulándolo—un hecho: informan que el siempre irregular asalto de ayer obró en tal calle, tal esquina, a las tales horas de la mañana, receta no representable por nadie y que se limita a señalarnos el sitio Tal, donde suministran informes. En indicaciones así, la extensión y la acústica de los párrafos son necesariamente casuales. Lo contrario ocurre en los versos, cuya ordinaria ley es la sujeción del sentido a las necesidades (o supersticiones) eufónicas. Lo casual en ellos no es el sonido, es lo que significan. Así en el primer Tennyson, en Verlaine, en el último Swinburne: dedicados tan sólo a la expresión de estados generales, mediante las ricas aventuras de su prosodia. Consideremos un tercer escritor, el intelectual. Éste, ya en su manejo de la prosa (Valéry, De Quincey), ya en el del verso, no ha eliminado ciertamente el azar, pero ha rehusado en lo posible, y ha restringido, su alianza incalculable. Remotamente se aproxima al Señor, para Quien el vago concepto de azar ningún sentido tiene. Al Señor, al perfeccionado Dios de los teólogos, que sabe de una vez —uno intelli-gendi actu— no solamente todos los hechos de este repleto mundo, sino los que tendrían su lugar si el más evanescente de ellos cambiara —los imposibles, también.
Imaginemos ahora esa inteligencia estelar, dedicada a manifestarse, no en dinastías ni en aniquilaciones ni en pájaros, sino en voces escritas. Imaginemos asimismo, de acuerdo con la teoría preagustiniana de inspiración verbal, que Dios dicta, palabra por palabra, lo que se propone decir.[2] Esa premisa (que fue la que asumieron los cabalistas) hace de la Escritura un texto absoluto, donde la colaboración del azar es calculable en cero, La sola concepción de ese documento es un prodigio superior a cuantos registran sus páginas. Un libro impenetrable a la contingencia, un mecanismo de infinitos propósitos, de variaciones infalibles, de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz, ¿cómo no interrogarlo hasta lo absurdo, hasta lo prolijo numérico, según hizo la Cabala?
1931


[1]1. Sigo la versión latina: diffusius tractavit Jobi afflictiones. En inglés, con mejor acierto, había escrito: hath laboured more

[2] 1. Orígenes atribuyó tres senados a las palabras de la Escritura: el histórico, el moral y el místico, correspondientes al cuerpo, al alma y al espíritu que integran el hombre; Juan Escoto Erígena, un infinito número de sentidos, como los tornasoles del plumaje del pavo real.

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