quarta-feira, 2 de outubro de 2013

La imaginación creadora en el sufismo de Ibn Arabi

 
«La soberanía divina tiene un secreto y ese secreto es tú

FUENTE:http://www.sophia.bem-vindo.net/tiki-index.php?page=Corbin+Ibn+Arabi+Unio+Mystica

Henry Corbin - La imaginación creadora en el sufismo de Ibn Arabi
Pasión y compasión divinas:
3. De la «unio mystica» como «unio sympathetica»

Estos dos términos nos habían sido propuestos como antitéticos (supra, § 1), pero el rumbo que sigue nuestra investigación parece más bien conducirnos a un esquema de experiencia espiritual en el que, lejos de excluirse, se interpretan recíprocamente. Recapitulemos las etapas: cada ser es una forma epifánica (mazhar, majlá) del Ser divino que se manifiesta en él revestido de uno o varios de sus Nombres. El universo es la totalidad de los Nombres con que El se nombra cuando nosotros le nombramos con ellos. Cada Nombre divino manifestado es el Señor (rabb) del ser que le manifiesta (es decir, su mazhar). Cada ser es la forma epifánica de su Señor propio (al-rabb al-kháss), es decir, que ésta manifiesta sólo el aspecto de la Esencia divina que en cada caso se particulariza e individualiza en ese Nombre. Ningún ser determinado e individualizado puede ser la forma epifánica del Divino en su totalidad, es decir, del conjunto de los Nombres o «Señores». «Cada ser, dice Ibn 'Arabí, no tiene como Dios más que a su Señor en particular, es imposible que tenga el Todo. »

Se perfila así un esquema que fija una especie de katenoteismo verificado en el contexto de una experiencia mística; no se trata de una fragmentación del Ser divino, sino de su presencia total cada vez en tanto que individualizado en cada teofanía de sus Nombres, y es revistiéndose cada vez con cada uno de esos Nombres como aparece en tanto que Señor. Aquí encontramos otro motivo esencial de la espiritualidad de la escuela de Ibn 'Arabi, a saber, el secreto que constituye a este Señor como Señor, el sirr alrobúbiva. A falta de un término abstracto imposible de formar sobre la palabra «señor» y a fin de sugerir el lazo caballeresco que une al Señor divino y al vasallo de su Nombre, podemos traducir esta expresión por «el secreto de la soberanía divina». ¿Qué debemos entender con estas palabras? Unas frases de Sahí Tostan, citadas por Ibn 'Arabi nos revelan su profundidad: «La soberanía divina tiene un secreto y ese secreto es tú, ese tú que es el ser de quien se habla; si (ese tú) llegara a desaparecer, la soberanía sería igualmente abolida». Encontramos una intención semejante en una referencia implícita al fenómeno del Amor primordial evocado en el hadith «Yo era un Tesoro oculto y quise ser conocido»; puesto que el hecho de conocerse depende de ti (lo que quiere decir que cuando él es conocido por ti, es que él se conoce en ti), tenemos aquí mismo el enunciado de una situación dialógica esencial que ninguna imputación de monismo puede alterar.

Este sirr al-robúbíya implica una distinción igualmente habitual en la religión común exotérica, entre la divinidad (olúhiva) como atributo de Dios (Al-Láh), objeto de adoración, y la «soberanía» (robúbiya) como atributo del Señor que se invoca y a quien se recurre. Pero en la terminología propia de Ibn 'Arabí, Al-Láh es el Nombre que designa la Esencia divina cualificada y revestida del conjunto de sus atributos, mientras que al-Rabb, el Señor, es el Divino personificado y particularizado en uno de sus atributos (de ahí, los Nombres divinos designados como otros tantos «Señores», arbáb).

Un análisis más detallado pondría de manifiesto que existen los Nombres de la divinidad (olúhiya) relativos a Al-Láh y los Nombres de soberanía (robúbiya) relativos al Señor (rabb); «Señor» es el Nombre divino considerado en cuanto a las relaciones de la Esencia divina con los seres individuales concretos, espirituales o corporales. Mientras, por una parte, las relaciones de la Esencia divina con estas individuaciones en su estado de hecceidades eternas son el origen de los «Nombres de la divinidad» (tales como el Poderoso, la Suprema Voluntad, etc.), por otra parte, las relaciones de estos Nombres con los seres exteriorizados y actualizados in concreto, son el origen de los «Nombres de soberanía» (tales como «El que provee», al-Razzáq, «El que guarda», al- Háfiz, etc.).

Se sigue de ello que «Señor» es un Nombre divino particular (ism kháss) que postula la actualidad de un ser del cual él es Señor, a saber, su fiel o «vasallo» designado como márbub, palabra que es el participio pasivo, el nomen patientis, del verbo radical. Cada ser manifestado es la forma (súrat) de un «Nombre señorial» (ism rabbáni), el del Dios que le rige en particular, por quien actúa y a quien reurre. Que la realidad del rabb o Señor no sea un atributo de la esencia en sí, sino que se realice en relación a un ser que es entonces designado con la forma pasiva correspondiente, es la ilustración eminente del fenómeno que anteriormente hemos analizado en relación con la significatio passiva. Este fenómeno no es menos perceptible en el caso del Nombre divino Al-Láh, pues este Nombre postula la realidad positiva, al menos latente en su Esencia, de alguien de quien él es el Dios. Ahora bien, ése por quien así él llega a ser Dios, es designado, de forma en principio bastante extraña, por el término ma’lúh, que es el participio pasivo del verbo primitivo de la raíz 'lh. Sin embargo, el término no designa al Adorado (el ma 'búd) como llevaría a creer la apariencia gramatical; el Nombre divino puesto aquí «en pasiva» designa justamente el ser en quien y por quien se cumple la realidad positiva de la divinidad; el ma'lúh es el Adorador, aquel por quien el Ser divino es constituído como Adorado en acto. Ahí tenemos, reflejado en el propio léxico, el sentimiento de que el pathos divino, la pasión del «Dios patético» que «quiso ser conocido», presupone como término correlativo una teopatía en el ser humano del que él es el Dios. Creemos que la palabra abstracta ma’lúhiya, formada sobre el participio pasivo, encuentra una equivalencia fiel en teopatía; un comentador de Ibn 'Arabi, extrañado por el uso insólito del término (cuando nuestro shaykh declara que «es por nuestra teopatía como nosotros le constituimos como Dios») lo asocia a shath, es decir, considera esa frase como un caso de «locución teopática».

Y es este simpatetismo el que se expresa en un texto como éste: «La divinidad (olúhiva) busca (desea, aspira a) un ser del que ella sea el Dios (el ma'lúh); la soberanía (robúbiya) busca (desea, aspira a) un ser del que ella sea el Señor (el marbúb); sin él, una y otra se ven privadas de realidad tanto virtual como actual». Texto eminentemente «patético» que está ahí para recordarnos por una parte la Tristeza primordial de los Nombres divinos angustiados a la espera de los seres que los «nombrarán», es decir, cuyo ser los manifestará in concreto, y, por otra parte, el Compadecimiento del Ser divino «simpatetizando» con la Tristeza de los Nombres que nombran su esencia, pero que ningún ser nombra todavía, y triunfando sobre su soledad en el Suspiro (nafas) que actualiza la realidad de ese «Tú», que es entonces el secreto de su soberanía divina; en consecuencia, es a «ti» a quien se confía la divinidad de tu Señor, y él depende de ti, de tu «hacerte capaz de tu Dios», respondiendo por él. Y es esta correspondencia del Señor divino y su fiel, esta pasión del uno por el otro, actualizando cada uno por medio del otro la significatio passiva de su Nombre, lo que, creemos, no puede ser mejor definido que como una unio sympathetica.

Sin duda alguna, tocamos aquí el secreto de una espiritualidad cuyas expresiones paradójicas formulan para nosotros las relaciones dialógicas tal como son vividas, al mismo tiempo que nos invita a meditar y reproducir el ejemplo de algunas prefiguraciones o figuras-arquetipos de ese servicio divino en el que el fiel de amor «da el ser» a su Señor divino. Entre otras muchas de tales expresiones, tenemos, por ejemplo, este verso de un poema de Ibn 'Arabí. «Conociéndole, le doy el ser». Esto no significa que el ser humano dé existencia a la Esencia divina que está más allá de toda denominación y de todo conocimiento; a lo que se alude es al «Dios creado en las creencias » (al-Iláh al-makhlúq fi'l-mo'taqadát), es decir, al Dios que en cada alma toma una forma en función de la capacidad y el conocimiento de dicha alma, como símbolo que ella actualiza por la ley de su propio ser. El verso viene a decir: Yo conozco a Dios en proporción a los Nombres y atributos divinos que se epifanizan en mí y a través de mi en las formas de los seres, pues Dios se epifaniza en cada uno de nosotros en la forma de lo que ama: la forma de tu amor es la forma misma de la fe que profesas. Según esto, yo «creo» el Dios en el que creo y al que adoro. Ibn 'Arabí dirá: «Para quien comprende la alusión, Dios es una designación».

Sin embargo, éste no es más que un aspecto de la unio sympathetica, aquel justamente que, si lo aislamos, puede ser a la vez motivo de maligna alegría para el crítico racionalista y de escándalo para el teólogo ortodoxo, pero que con toda seguridad no representa la totalidad de la experiencia mística que estamos considerando. Pues cuando se habla del «dios creado» hay que preguntar: ¿quién es, en realidad, el sujeto activo que crea? Es verdad, desde luego, que sin el Divino (Haqq), que es causa de nuestro ser, y sin nosotros que somos causa de su Manifestación, el orden de las cosas no sería lo que es y Dios no sería ni Dios ni Señor. Pero, por otra parte, si eres «tú» el vasallo de ese Señor, quien guarda el «secreto de su soberanía» porque ésta se realiza a través de ti, sin embargo, puesto que la acción con la que tú la estableces es su pasión en ti, tu pasión por él, el sujeto activo en realidad no eres tú en lo que sería una autonomía ficticia. En realidad, tú eres el sujeto de un verbo en pasiva (tú eres el ego de un cogitor). Y esto es lo que quieren decir nuestros místicos al afirmar que este «secreto de la soberanía divina» encierra a su vez un secreto (sirr sirr al-robúbiva, el secreto del secreto de la soberanía).

Con esta precisión previenen las consecuencias que deduciría una crítica imbuida de psicologismo o sociologismo: la divinidad como proyección de la conciencia. El «secreto del secreto» corresponde aquí a nuestra afirmación de que, contrariamente a estas explicaciones deductivas, no se trata de una fabricación a posteriori, sino de una realidad experimental a priori, que se plantea con el hecho mismo de nuestro ser. La totalidad de un Nombre divino es ese Nombre como Señor con su vasallo o servidor (aquel cuyo nombre propio expresa el servicio de devoción de que está investido: Abd al-Rahmán, Abd al-Karim, etc. Rigurosamente hablando, sólo el Espíritu supremo o el Arcángel, 'Aql awwal, cuya teofanía (mazhar) es el Profeta, tiene derecho al nombre de 'Abd Alláh, pues éste totaliza todos los Nombres).

El «secreto del secreto» tiene un doble aspecto: el primero es que si el servidor del Nombre es aquel que lo manifiesta, aquel por quien ese Nombre subsiste en el universo visible, lo es porque él es la acción de ese Nombre, quien realiza su intención y su voluntad. Esta acción realiza en nosotros su significatio passiva: es la marbúbíya del servidor de ese Nombre, su ma’luhiya, su teopatia; el ser humano descubre que su propio ser es el cumplimiento de ese pathos; descubre así el vestigio de su propio Señor y es este conocimiento por «simpatetismo» lo que constituye su garantía suprema. Esto es lo que queremos expresar al decir que rabb y marbúb se confirman recíprocamente.

El segundo aspecto es que esta correlación del Señor divino y su fiel no ha comenzado a existir en el tiempo. Si la ma'lúhiva, la teopatía del fiel, establece la existencia del Dios al que adora, es porque el Adorado se hace en él mismo el Adorador, y este acto no ha comenzado con la existencia del fiel en el tiempo, sino que se realiza desde la preeternidad en las esencias virtuales de los seres. La pregunta formulada por el Ser divino a la masa primordial de las existencias arquetípicas, «¿No soy yo vuestro Señor?» (a-lasto bi-rabbi-kom?), es en este sentido un diálogo del Ser divino con su «Sí», una pregunta que se dirige a sí mismo en ellos y a la que responde a través de ellos. Pacto de una «sympathesis» preeterna. Por eso es imposible que el Ser divino se separe (y absurdo que nosotros lo separemos) de las formas del universo, es decir, de los seres que adorándole le hacen Dios, porque su adoración, es decir, su teopatía, es la forma de la Compasión (sym-pathesis) divina compadeciendo con ellos: él mismo se adora en todos sus seres que son sus teofanías, aunque no todos las perciben, pues son muchos los seres que no perciben la oración del Silencioso (al-Sámit), la oración del heliotropo, por ejemplo, que tan justamente percibiera Proclo.

Y esta teopatía dará su forma al servicio divino por el que los «Fieles de amor» dan el ser al «Dios patético» cuya pasión ellos mismos son, alimentando la pasión con todo su ser. Desde ese momento, la vida del místico que trata de realizar la unio sympathetica, va a convertirse en algo que, para fijar y salvaguardar su contenido, formularemos también en términos latinos: devotio sympathetica. Veremos más adelante cuál es su imagen primordial, su figura arquetípica. Desde ahora, Ibn 'Arabi nos invita a meditar su más eminente prefiguración en la persona de un Abraham ideal, elevado por la anamorfosis mística al rango de arquetipo de todos los Ahl al-Kitáb. Es la designación de Abraham como Khalil Alláh —el amigo íntimo, el amado de Dios— lo que lleva a nuestro shaykh a tipificar en su caso una sabiduría que es «éxtasis de amor» (hikmat mohayyamiva); y es también una tipificación semejante lo que motiva la presencia de un Abraham igualmente ideal en los libros de fotowwat, los manuales de «caballería espiritual» del sufismo.

Ciertamente, conocemos filósofos occidentales a los que su elevada concepción de la filosofía indujo a declarar que también ésta es un servicio divino. Ibn 'Arabí y los suyos estarían de acuerdo, a condición de entender por «filosofía» algo muy distinto a lo que los filósofos propiamente dichos suelen entender, strictu senso, con este término; y es esta condición la que permite a Ibn 'Arabí no dar la razón ni a Avicena (al menos en su filosofía exotérica, no al Avicena de los relatos Visionarios ni al de la «sabiduría oriental»), ni al teólogo Ghazali, cuando ambos afirmaban que el mero intelecto podía demostrar la existencia de un Ser necesario fuera del tiempo, del espacio y de la forma; en suma, demostrar la existencia de un Dios que no tendría, o no tendría todavía, relación con el hombre del cual es el Dios (el ma'lúh). Ahora bien, esto no puede satisfacer a nuestros teósofos místicos (al-iláhiyún), que encuentran a su Dios no en la construcción de las pruebas de su existencia abstracta, sino en lo que experimentan y sufren (o «padecen») de él, es decir, en su teopatía (ma'lúhiya). Conocer a Dios y sus atributos es hacer explícita esta teopatía, es verificar experimentalmente la máxima:
«Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor», pues en esta teopatía el Señor divino es en él mismo y por él mismo su propia prueba para su fiel.

La explicación que este estado requiere nos la sugiere ya la etimología del sobrenombre de Abraham (Khalil Alláh), al menos tal como lo analiza la filología personal de Ibn 'Arabí, cuyo genio es conscientemente indiferente a las contingencias gramaticales. Nuestro shaykh vincula la palabra Khalil a la quinta forma del verbo radical (takhallala) que connota la idea de mezclarse, entremezclarse. Ahora bien, lo que se mezcla con algo, queda velado por ese algo que sufre la mezcla; esto último, que está en situación pasiva, corresponde a lo aparente (záhir), mientras que el agente, el sujeto activo (lo que se mezcla) corresponde a lo oculto, a lo escondido (bátin), que es como el alimento que nutre a lo otro, como el agua que, mezclada con la lana, toma posesión de ella y la embebe por completo. Simbolismo puro, pero que hace imperiosas las preguntas: ¿Diremos que Dios es lo aparente? Entonces es la criatura quien está velada en él. ¿Diremos, pues, que es la criatura quien es lo aparente? Entonces es Dios quien está velado y oculto en ella. Estas preguntas dan lugar a una meditación que, en lugar de argumentar racionalmente del efecto a la causa, percibe en los dones al Donante de estos dones, es decir, percibe al sujeto que es activo en su propia teopatia.

Meditación que pasa por una triple fase; experimentar y meditar esta teopatía (nuestra ma'lúhíya) para percibir cómo, por mediación de nuestra adoración, que expresa la forma de nuestro ser desde su virtualidad preeterna, es Dios mismo quien se hace Dios, el mismo Dios de esta adoración que le propone como Adorado; percibir que en esta adoración, él es en si mismo su propia prueba, como hecho a priori de mi ser, porque si él es Dios es por ser Dios en nosotros; percibir entonces que el conocimiento de nosotros mismos por nosotros mismos como «lugar» de esta teopatía se cumple en él: en ese «lugar», él es Presencia de sí mismo a sí mismo, puesto que quien le conoce es el mismo ser en el que él se conoce. Por eso, la locución teopática del discípulo de Ibn 'Arabí no será Aná'l-Haqq, «Yo soy Dios» (Halláj), sino que será más bien Aná sirr al- Haqq, «Yo soy el secreto de Dios», es decir, el secreto de amor que pone su divinidad en dependencia respecto a mí, porque el Tesoro escondido «quiso ser conocido» y era preciso que los seres existieran para que fuera conocido y para que él se conociera. Este secreto no es pues otro que el Suspiro que distendió su tristeza al dar la existencia a los seres y que invistiendo a éstos con la Imagen primordial, el Nombre que cada uno de ellos lleva como su nostalgia secreta, deja a cada uno la tarea de reconocerle en esa Imagen y de hacerle, a El, reconocerse en ella. No es, ciertamente, el movimiento de un balanceo dialéctico oscilando de un término al otro. Es más bien un movimiento que describe el recinto de su Compadecimiento como una elipse, uno de cuyos focos es el ser de Dios por y para mí, y el otro mi ser por y para él, es decir, el recinto que nos incluye a los dos, donde él es para mí en proporción a mi capacidad de él, donde mi conocimiento de él es su conocimiento de mí. Es en el recinto místico delimitado por la unio sympathetica de este unus ambo, donde se realiza el servicio divino tipificado por el nombre de Abraham y su hospitalidad. Pues es al Hombre Perfecto prefigurado por Abraham, a quien se dirige el imperativo de estos versos: «Alimenta con Dios a su Creación, pues tu ser es una brisa que se levanta, un perfume que él exhala. Nosotros le hemos dado el poder de manifestarse por nosotros, mientras él nos daba (el de existir por él). Así el papel es compartido entre él y nosotros». Ese perfume que exhala es el Hálito de su Compadecimiento emancipando a los seres retenidos en su virtualidad no manifestada; es éste el perfume que todos aspiran y el que constituye el alimento de su ser. Pero como en el secreto de su ser ellos son este mismo Compadecimiento, éste no va únicamente en el sentido del Creador hacia la criatura, a la que alimenta con su Hálito existenciador, sino que va igualmente en dirección de la criatura hacia el Creador (del ma'lúh hacia AI-Láh, del Adorador hacia el Adorado, del Amante hacia el Amado), en el sentido de que el universo creado es la teofanía de sus Nombres y Atributos, los cuales no existirían si la criatura no existiera. Otras fórmulas retoman este pensamiento: «Si él nos ha dado vida y existencia por su ser, yo le doy también la vida, conociéndole, en mi corazón». Lo que quiere decir: «Dar la vida a Dios en el corazón es hacer existir ahí, para él, una forma de entre las formas de las creencias». Y estas fórmulas están de acuerdo con las más sorprendentes paradojas de Angelus Silesius: «Dios no vive sin mí, yo sé que sin mi Dios no puede vivir un momento. Si yo desaparezco, él exhala su último suspiro».

¿Pero sigue siendo una paradoja, una vez establecida la codependencia, la unio sympathetica del «Dios patético» y el fiel que le alimenta con su propia teopatía? Pues alimentar con el ser divino al conjunto de las criaturas es, al mismo tiempo, alimentar a Dios por y con todas las determinaciones del ser, por y con sus propias teofanías. Sólo la simpatía de un amor «compasionado» puede realizar esa tarea mística, amor expresado por el sobrenombre de Abraham, «el íntimo de Dios», relacionado etimológicamente por Ibn 'Arabí con la raíz que connota la idea de interpenetración. Creador y criaturas (Haqq y khalq), Nombres divinos y formas teofánicas de los seres, apariencias y apariciones, se entremezclan unos con otros, se alimentan recíprocamente sin que haya por ello necesidad de Encarnación (holúl), pues la «unión simpatética» difiere por esencia de la «unión hipostática»; es necesario mantenerse siempre en el plano de la visión teofánica, para la que Jonayd Jámí y otros muchos invocaban frecuentemente este símbolo: es como el color del agua que toma la coloración del vaso que la contiene.

Ahora bien, incumbe al espiritual la misión de ocuparse de esta Cena mística en la que todos los seres se alimentan en la simpatía preeterna de su ser. Y es entonces cuando cobrará su significación ejemplar el gesto realizado por Abraham, cuyo sobrenombre, «el íntimo de Dios», marca y predestina su papel místico. Se trata de la comida de hospitalidad ofrecida a los misteriosos extranjeros, el episodio que nuestra historia sagrada designa como filoxenia de Abraham; el Corán (11/72) lo menciona a su vez en términos en los que un justo docetismo preserva, como conviene, su carácter teofánico. El episodio es particularmente apreciado en el arte iconográfico del cristianismo oriental que ha multiplicado sus imágenes; la obra maestra de Andrei Rublev (siglo XV) ocupa entre ellos un lugar insigne. Y he aquí que, de forma inesperada, la Imaginación simbólica de Ibn 'Arabi nos invita a meditarlo y a percibirlo de una manera enteramente nueva. Lo que su iconografía mental representa en la persona de Abraham, que se ocupa del servicio a los tres ángeles en la celebración de la comida mística, es el ministerio que incumbe por excelencia al fiel de amor. Es alimentar a Dios, o alimentar a su Ángel, con sus criaturas, y es, además, alimentar a éstas con ese Dios.

Pues alimentar nuestro ser es alimentarlo con su ser, con el que precisamente él nos ha investido. Es «substanciar» con nuestra propia pasión la de este «Dios patético». Es, para el fiel, «hacerse capaz de Dios», de ese Dios que para ser el Amado fue el primer Amante, para ser el Adorado se convocó a sí mismo a la adoración en la adoración de sus criaturas, y ha hecho nacer en ellas la Imagen de belleza primordial que es el secreto de su soberanía de amor y al mismo tiempo la garantía de dicho secreto. Pero alimentar con Dios a sus criaturas es volver a investirías de ese Dios, es por tanto hacer aflorar en ellas su estado teofánico; es lo que podemos designar como hacerse capaz de percibir la «función angélica» de los seres, investirlos con la dimensión angélica de su ser y quizá despertarlos a ella. Que esta función sea también ministerio angélico es además lo que sugiere la consociación de Abraham con el Arcángel Miguel, aquel que, de entre los cuatro arcángeles, soportes del Trono cósmico, vela por la substanciación del universo del ser. La filoxenia de Abraham, la comida mística ofrecida a los ángeles, se convierte aquí en la más perfecta imagen de la devotio sympathetica.

Como tal, esta imagen es para el místico un símbolo plástico que expresa el grado de realización espiritual que debe alcanzar para ser un Khalil, el íntimo de su Dios. Tendríamos que exponer aquí, para concluir, la idea tan compleja como característica del Hombre Perfecto, Anthropos teleios, Insán kámil. Deberíamos, ante todo, precavernos contra las pretensiones ilusorias de quienes defienden una concepción de lo universal que puede satisfacer al intelecto puro, pero que, medida con los límites de nuestra modalidad humana, se nos antoja un orgullo espiritual a la vez desmedido y ridículo. La primera cuestión que habría que plantear es ésta: ¿Hay que entender que el místico realiza ontológicamente, en su ser mismo, el tipo del Hombre Perfecto? Es decir, ¿puede el místico ser, en persona, la teofanía perfecta del conjunto de los Nombres y atributos divinos ¿O hay que entender más bien que lo realiza noéticamente, habiendo captado el significado de estos Nombres en su conciencia mística, es decir, habiendo experimentado místicamente el sentido de su unidad esencial con el Ser divino? Si, experimentalmente, la verdad de la primera concepción está condicionada por la segunda, esta misma vía debe abrir una salida a la contradicción aparente entre dos términos, ninguno de los cuales debe ni puede ser abolido. Estos términos son, por una parte la totalidad que el Hombre Perfecto tipifica místicamente y, por otra, la singularidad que liga cada Nombre divino particular al fiel que de él está investido y del que es el Señor.

Lejos de poder ser abolida, la singularidad de este lazo es tan valiosa que a él se refiere el versículo coránico por excelencia de la escatología individual: «¡Alma sosegada! ¡Vuelve a tu Señor, satisfecha y aceptada!» (89/27). Satisfacción recíproca cuyo sentido ya hemos comprobado: el Señor al que el alma debe regresar es su Señor, aquel cuyo Nombre lleva y al que invoca, habiéndole distinguido de los demás, pues se reconoció en la imagen que llevaba de él, así como él se conoció en ella. Como observan nuestros textos, le es dada orden de regresar no a Dios en general, Al-Láh, que es el Todo, sino a su Señor propio, manifestado en ella, aquel al que ella respondió: Labbayka, «¡Aquí estoy!» «Entra en mi paraíso» (89/29), ese Paraíso que no es otro que Tú, es decir, la forma divina oculta en tu ser, la secreta imagen primordial en la que él se conoce en ti y por ti, aquella que debes contemplar para comprender que «quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor». Y es, para el gnóstico que alcanza en este «sí mismo» la coalescencia del Creador y la criatura, alegría suprema, ignorada no tanto del creyente puro y simple como del teólogo y el filósofo. Pues estos últimos no hacen sino plantear la criatura como contingente, oponiéndola al Ser Necesario, revelando un conocimiento muy inferior de Dios, pues así el alma no se conoce a sí misma sino como criatura sin más, conocimiento puramente negativo que no aporta sosiego al corazón. Para el alma, la auténtica sabiduría mística (ma 'rifa) es conocerse a sí misma como teofanía, forma propia en la que se epifanizan los Atributos divinos que le serian incognoscibles si no fuera en ella misma donde los descubriera y percibiera. «Cuando hayas entrado en mi paraíso, habrás entrado en ti mismo (en tu "alma", nafs) y te conocerás con otro conocimiento, diferente del que tenias cuando conocías a tu Señor por el conocimiento que tenias de ti mismo», pues, en adelante, le conocerás a él, y es por él por quien te conocerás a ti mismo.

Así pues, no puede haber contradicción entre tu fidelidad a tu propio Señor y la vocación del místico de tender al arquetipo del Hombre Perfecto o, más bien, la contradicción no aparecía sino en el plano de las evidencias y las oposiciones racionales. El mandato divino es «volver a tu Señor» (no a Al-Láh en general); es por y en tu Señor como puedes alcanzar al Señor de los Señores que se manifiesta en cada Señor, es decir, es por tu fidelidad a ese Señor absolutamente propio y en su Nombre divino, en el que sirves, como y donde se te hacen presentes la totalidad de los Nombres, pues la experiencia espiritual no alcanza esa totalidad de forma semejante a como se reúnen las piezas de un conjunto o los conceptos de un sistema filosófico. La fidelidad del místico hacia su Señor propio le emancipa del dilema «monismo o pluralismo». El Nombre divino al que responde y, por el que responde, cumple, pues, esa «función del Ángel» a que hicimos alusión al principio (supra, n. 10), como preservadora del pecado de idolatría metafísica.

En efecto, que el místico pueda alcanzar al Señor de los Señores por y en su Señor quiere decir, en última instancia, que este «katenoteísmo» es su salvaguarda contra toda idolatría metafísica, es decir, contra el estado de debilidad espiritual consistente, o bien en amar un objeto sin trascendencia, o bien en desconocer la trascendencia separándola del objeto del amor en el que, precisa y únicamente se manifiesta. Estas dos actitudes proceden de una misma causa: tanto en un caso como en otro, la incapacidad para la simpatía que da a los seres y a las formas su dimensión trascendente. Esa incapacidad puede ser debida a una voluntad de poder, dogmática o de otro tipo, que pretende inmovilizarlos allí donde el sujeto de tal actitud se ha inmovilizado a sí mismo; quizá por una secreta angustia ante los sucesivos infinitos de perpetuas transcendencias que habría que aceptar, si se confesara que el Señor revelado no puede ser jamás sino el Ángel del Theos agnostos, y que serle fiel es precisamente dejarse guiar por él hacia la trascendencia que anuncia. Puede estar motivada igualmente por un ascetismo o puritanismo que, aislando lo sensible o lo imaginal de lo espiritual, despoja a los seres de su aura. Y toda la dialéctica de amor de Ibn 'Arabi, Rúzbehán o Jaláloddin Rúmi, invistiendo al ser amado con este aura, con esta dimensión de trascendencia, les preserva de una idolatría que el ascetismo de sus críticos es, por el contrario, tan pronta a revelar, por estar precisamente ciego a esa dimensión de trascendencia. Y ésta es la paradoja más fecunda de la religión de los Fieles de amor, que en cada Amado reconoce al único Amado, en cada Nombre divino a la totalidad de los Nombres, pues entre los Nombres divinos existe una unio sympathetica. La vida en simpatía con los seres, capaz de dar una dimensión trascendente a su ser, a su belleza, a las formas de su creencia, es función de esta teopatía que hace del espiritual un ser de Compasión (un Rahmán), y que realiza por él este Compadecimiento divino (Nafas Rahmáni) cuyo significado es compasión del amor creador por ser simultáneamente pasión y acción. ¿Con qué imagen se presentan y pueden ser contemplados el tipo y el objeto de esta devotio sympathetica? ¿Qué modo de ser invita a realizar esta contemplación? Éste será el tema de la segunda parte de este estudio. Pero podemos introducirlo ya indicando lo siguiente: es en el centro de su gran poema sofiánico, es decir, en ese Díwán secretamente dominado en su totalidad por la figura que, en el curso de una estancia memorable en La Meca, se apareció a Ibn 'Arabí como figura de la Sabiduría o Sophia divina, donde brota la profesión de fe de un fiel de amor capaz de asumir toda la trascendencia que se abre a lo que está más allá de cada forma, porque su amor la transmuta en el resplandor de un «Fuego que no se consume ni le consume, pues su llama se alimenta de su nostalgia y de su búsqueda, indestructibles al fuego como la salamandra».

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