segunda-feira, 17 de junho de 2013

LA PALABRA SOPLADA

 
Jaques Derrida
Traducción de Patricio Peñalver en DERRIDA, J., La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989, pp. 233-270. Edición digital de Derrida en castellano.

Discurso ingenuo el que iniciamos en este momento, al hablar en dirección a Antonin Artaud. Para reducir esa ingenuidad hubiese hecho falta esperar mucho tiempo: que se hubiese abierto verdaderamente un diálogo entre -por decirlo rápidamente- el discurso crítico y el discurso clínico. Y que llevase más allá de sus dos trayectos, hacia lo común de su origen y de su horizonte. Este horizonte y este origen se dejan ver mejor hoy en día, para fortuna nuestra. Cerca nuestro, M. Blanchot, M. Foucault, J. Laplanche se han interrogado acerca de la unidad problemática de estos dos discursos, han intentado reconocer el pasaje de una palabra que, sin desdoblarse, incluso sin distribuirse, de un único y simple trazo, hablaría de la locura y de la obra, penetrando en primer lugar en su enigmática conjunción.
Por mil razones que no son simplemente materiales, no podemos desplegar aquí, por más que les reconozcamos una prioridad de derecho, las cuestiones que a nuestro juicio dejan sin resolver esos ensayos. Advertimos realmente que si bien, en el mejor de los casos, su lugar común ha sido señalado de lejos, de hecho los dos comentarios -el médico y el otro- no se han confundido nunca en ningún texto. (¿Será porque se trata ante todo de comentarios?, y ¿qué es un comentario? Lanzamos estas preguntas al aire, para ver más adelante dónde las tiene que hacer recaer necesariamente Artaud.)
Decimos de hecho. Al describir las «oscilaciones extraordinariamente rápidas» que, en Hölderlin y la cuestión del padre, producen la ilusión de unidad, «que permite, en los dos sentidos, el traslado imperceptible de figuras analógicas», y el recorrido del «dominio comprendido entre las formas poéticas y las estructuras psicológicas»,[i] M. Foucault concluye en una imposibilidad esencial y de derecho. Lejos de excluirla, esta imposibilidad procedería de una especie de proximidad infinita: «Esos dos discursos, pese a la identidad de un contenido reversible siempre del uno al otro, y demostrativo para cada uno de ellos, están afectados indudablemente por una profunda incompatibilidad. El desciframiento conjunto de las estructuras poéticas y de las estructuras psicológicas no reducirá nunca esa distancia. Y sin embargo están infinitamente próximos uno del otro, como está próximo de lo posible la posibilidad que la funda; es que la continuidad de sentido entre la obra y la locura sólo es posible a partir del enigma de lo mismo que deja aparecer lo absoluto de la ruptura». Pero M. Foucault añade un poco más adelante: «Y esa no es en absoluto una figura abstracta, sino una relación histórica en la que nuestra cultura histórica tiene que interrogarse». El campo plenamente histórico de esta interrogación, en el que el recubrimiento ha de ser quizás constituido tanto como restaurado, ¿no podría enseñarnos cómo una imposibilidad de hecho ha podido ofrecerse como una imposibilidad de derecho? Incluso haría falta aquí pensar en un sentido insólito la historicidad y la diferencia entre las dos imposibilidades, y esta primera tarea no es la más fácil. Esta historicidad, desde hace tiempo sustraída al pensamiento, no puede estar más sustraída que en el momento en que el comentario, es decir, precisamente el «desciframiento de estructuras», ha comenzado su reinado y ha determinado la posición de la cuestión. Ese momento está tanto más ausente de nuestra memoria cuanto que no está en la historia.
Ahora bien, nos damos cuenta de que, de hecho, si bien el comentario clínico y el comentario crítico reivindican en cualquier caso su autonomía, pretenden hacerse reconocer y respetar el uno por el otro, no por eso son menos cómplices -mediante una unidad que remite a través de mediaciones impensadas a la que buscábamos hace un momento- en la misma abstracción, el mismo desconocimiento y la misma violencia. La crítica (estética, literaria, filosófica, etc.), justo en el momento en que pretende proteger el sentido de un pensamiento o el valor de una obra contra las reducciones psico-médicas, llega al mismo resultado por una vía opuesta: la convierte en un ejemplo. Es decir, en un caso. La obra o la aventura del pensamiento vienen a dar testimonio, como ejemplo, como mártir, de una estructura, ante la cual la primera preocupación es descifrar su permanencia esencial. Para la crítica, tomar en serio o hacer caso del sentido o del valor es leer la esencia en el ejemplo que cae en los paréntesis fenomenológicos. Y esto de acuerdo con el más irreprimible gesto del comentario más respetuoso de la singularidad salvaje de su tema. Aunque se oponen radicalmente, y, como se sabe, con fundamento, aquí, ante el problema de la obra y la locura, la reducción psicológica y la reducción eidética funcionan de la misma manera, buscan el mismo fin sin saberlo. El dominio que la psicopatología, cualquiera que sea su estilo, puede conseguir del caso Artaud, y suponiendo que alcanzase en su lectura la segura profundidad de M. Blanchot, en el fondo llegaría a la misma neutralización de «ese pobre Antonio Artaud». Cuya aventura total se hace ejemplar en El libro que vendrá. Se trata de una lectura -por lo demás admirable- del «impoder» (Artaud hablando de Artaud) «esencial al pensamiento» (M. Blanchot). «Es como si hubiera tocado, a pesar suyo, y por un error patético de donde proceden sus gritos, el punto en que pensar es ya desde siempre no poder seguir pensando: impoder, según su expresión, que es como esencial al pensamiento...» (p. 48). El error patético es la parte del ejemplo que corresponde a Artaud; no será retenido a la hora de descifrar la verdad esencial. El error es la historia de Artaud, su huella borrada en el camino de la verdad. Concepto pre-hegeliano de las relaciones entre la verdad, el error y la historia. «El que la poesía esté ligada a esa imposibilidad de pensar que es el pensamiento, eso es la verdad que no puede descubrirse, pues ésta se aparta siempre, y le obliga a sentirla por debajo del punto en que la sentiría verdaderamente» (ibíd.). El error patético de Artaud: espesor de ejemplo y de existencia que lo mantiene a distancia de la verdad que desesperadamente indica: la nada en el corazón de la palabra, la «falta de ser», el «escándalo de un pensamiento separado de la vida», etc. Lo que pertenece sin discusión a Artaud, su experiencia misma, eso el crítico podrá abandonarlo, sin ocasionar daño, a los psicólogos o a los médicos. Pero «a nuestro juicio, no hay que cometer el error de leer como análisis de un estado psicológico las descripciones precisas, y seguras y minuciosas, que nos propone de aquella experiencia» (p. 51). Lo que ya no pertenece a Artaud, desde el momento en que lo podemos leer a través suyo, decirlo, repetirlo y tomarlo a nuestra cuenta, aquello de lo que Artaud es sólo un testigo, es una esencia universal del pensamiento. La aventura total de Artaud sólo sería el índice de una estructura trascendental: «Pues nunca aceptará Artaud el escándalo de un pensamiento separado de la vida, incluso cuando está entregado a la experiencia más directa y más salvaje que nunca se haya hecho de la esencia del pensamiento entendido como separación, de esa imposibilidad que afirma el pensamiento contra sí mismo como el límite de su potencia infinita» (ibíd.). El pensamiento separado de la vida; tal es, se sabe, una de esas figuras mayores del espíritu de la que ya Hegel daba algunos ejemplos. Artaud, pues, proporcionaría otro.
Y la meditación de Blanchot se detiene ahí; sin que lo que pertenece irreductiblemente a Artaud, sin que la afirmación[ii] propia que sostiene la no aceptación de ese escándalo, sin que el «salvajismo» de esa experiencia, lleguen a ser interrogados por sí mismos. La meditación se detiene ahí, o casi: el tiempo preciso para evocar una tentación que habría que evitar pero que de hecho no se ha evitado jamás: «Sería tentador comparar lo que nos dice Artaud con lo que nos dicen Hölderlin, Mallarmé: que la inspiración es ante todo ese punto puro donde ella falta. Pero hay que resistirse a esa tentación de afirmaciones demasiado generales. Cada poeta dice lo mismo, sin embargo no es lo mismo, es lo único, eso sentimos. Artaud tiene su parte propia. Lo que dice es de una intensidad que no deberíamos soportar» (p. 52). Y en las últimas líneas que siguen, no se dice nada de lo único. Se vuelve a la esencialidad: «Cuando leemos estas páginas, nos enteramos de lo que no llegamos a saber: que el hecho de pensar no puede dejar de ser trastornador; que lo que hay que pensar es, en el pensamiento, lo que se aparta de éste y se agota inagotablemente en éste; que sufrir y pensar están ligados secretamente» (ibíd.). ¿Por qué esta vuelta a la esencialidad? ¿Por qué, por definición no hay nada que decir de lo único? Esa es una evidencia demasiado firme, hacia la que no vamos a precipitarnos aquí.
Para Blanchot era tanto más tentador comparar Artaud con Hölderlin, porque el texto que le dedica a éste, La locura por excelencia[iii] se desplaza según el mismo esquema. Aun afirmando la necesidad de escapar a la alternativa de los dos discursos («pues el misterio consiste también en esa doble lectura simultánea de un acontecimiento que sin embargo no se sitúa ni en una ni en otra de las dos versiones» y en primer lugar porque ese acontecimiento es el de lo demoníaco que «se mantiene fuera de la oposición enfermedad-salud»), Blanchot restringe el campo del saber médico, que deja perder la singularidad del acontecimiento y domina por anticipado toda sorpresa. «Para el saber médico, ese acontecimiento está “en regla”, por lo menos no es sorprendente, corresponde a lo que se sabe de esos enfermos a quienes la pesadilla les presta una pluma» (p. 15). Esta reducción de la reducción clínica es una reducción esencialista. Aun protestando, también aquí, contra las «fórmulas... demasiado generales...», M. Blanchot escribe: «No cabe contentarse con ver en el destino de Hölderlin el de una individualidad, admirable o sublime, que, habiendo querido con demasiada fuerza algo grande, tuvo que llegar hasta un punto en que aquélla se rompió. Su suerte sólo le pertenece a él, pero él mismo pertenece a lo que él expresó y descubrió, no como algo propio, sino como la verdad y la afirmación de la esencia poética... No es su destino lo que él decide, sino que es el destino poético, es el sentido de la verdad lo que se da como tarea por realizar... y ese movimiento no es el suyo propio, es la realización misma de lo verdadero, que, en un cierto punto, y a pesar de él; exige de su razón personal que se convierta en pura transparencia impersonal, de donde ya no hay regreso» (p. 26). Así, aunque se lo saluda, lo único es realmente lo que desaparece en ese comentario. No es un azar. La desaparición de la unicidad se presenta incluso como el sentido de la verdad hölderliana: «...La palabra auténtica, la que es mediadora porque en ella desaparece el mediador, pone fin a su particularidad, retorna al elemento del que aquél procede» (p. 30). Y lo que permite así decir siempre «el poeta» en lugar de Hölderlin, lo que hace posible esta disolución de lo único, es que la unidad o la unicidad de lo único -aquí la unidad de la locura y la obra- se la piensa como una coyuntura, una composición, una «combinación»: «Una combinación como esa no se ha encontrado dos veces» (p. 20).
J. Laplanche reprocha a M. Blanchot una «interpretación idealista», «resueltamente anti-“científica” y anti-“psicológica”» (p. 11), y propone sustituir con otro tipo de teoría unitaria la de Hellingrath, hacia la que, a pesar de su diferencia específica, se inclinaría también M. Blanchot. No queriendo renunciar al unitarismo, J. Laplanche quiere «comprender en un solo movimiento su obra y su evolución [los de Hölderlin] hacia y en la locura, aunque ese movimiento esté escandido como una dialéctica y sea multilineal como un contrapunto» (p. 13). De hecho, y de esto se da uno cuenta enseguida, esta escansión «dialéctica» y esta multilinealidad no hacen más que complicar una dualidad que nunca queda reducida, no hacen nunca más que, como dice con razón M. Foucault, aumentar la rapidez de las oscilaciones, hasta hacerlas difícilmente perceptibles. Al final del libro, de nuevo se pierde el aliento ante lo único que, por sí mismo, en tanto que tal, se ha sustraído al discurso y se sustraerá siempre a éste: «la proximidad que establecemos entre la evolución de la esquizofrenia y la de la obra lleva a conclusiones que no pueden en absoluto ser generalizadas: se trata de la relación, en un caso particular, quizás único, de la poesía con la enfermedad mental» (p. 132). De nuevo, unicidad de conjunción y encuentro. Pues una vez que se la ha anunciado de lejos como tal, se vuelve al ejemplarismo que se criticaba expresamente[iv] en M. Blanchot. El estilo psicologista y, por el lado opuesto, el estilo estructuralista han desaparecido casi totalmente, cierto, y el gesto filosófico nos seduce: no se trata ya de comprender al poeta Hölderlin a partir de una estructura esquizofrénica o de una estructura trascendental cuyo sentido nos resultara conocido y no nos reservara ninguna sorpresa. Por el contrario, hay que leer y ver dibujarse en Hölderlin un acceso, quizás e1 mejor, un acceso ejemplar a la esencia de la esquizofrenia en general. Ésta no es un hecho psicológico ni siquiera antropológico, disponible para las ciencias determinadas que se llaman psicología o antropología: «...es él [Hölderlin] quien replantea la cuestión de la esquizofrenia como problema universal» (p. 133). Universal y no sólo humana, no en primer lugar humana, puesto que es a partir de la posibilidad de la esquizofrenia como se constituiría una verdadera antropología. Esto no quiere decir que la posibilidad de la esquizofrenia pueda reencontrarse de hecho en otros seres distintos del hombre: sólo que aquélla no es el atributo, entre otros, de una esencia del hombre previamente constituida y reconocida. Del mismo modo que «en ciertas sociedades, el acceso a la Ley, a lo Simbólico, se reserva a otras instituciones distintas de la del padre» (p. 133) -que aquélla permite así pre-comprender, de la misma manera, analógicamente, que la esquizofrenia no es una entre otras de las dimensiones o posibilidades del existente llamado hombre, sino realmente la estructura que nos abre la verdad del hombre. Esta abertura se produce de manera ejemplar en el caso de Hölderlin. Se podría pensar que, por definición, lo único no puede ser el ejemplo o el caso de una figura universal. Pero sí. La ejemplaridad sólo aparentemente contradice la unicidad. La equivocidad que se aloja en la noción de ejemplo es bien conocida: es la fuente de complicidad entre el discurso clínico y el discurso crítico, entre el que reduce el sentido o el valor y el que querría restaurarlos. Es eso lo que permite así a M. Foucault concluir por su cuenta: «...Hölderlin ocupa un lugar único y ejemplar» (p. 209).
Tal es el caso que se ha podido hacer de Hölderlin y de Artaud. Ante todo, nuestra intención no es refutar o criticar el principio de esas lecturas. Que son legítimas, fecundas, verdaderas; y aquí, además, conducidas admirablemente, e instruidas por una vigilancia crítica que nos permiten hacer progresos inmensos. Por otra parte, si parecemos inquietos por el tratamiento reservado a lo único, no es por pensar, créasenos, que sea necesario, por precaución moral o estética, proteger la existencia subjetiva, la originalidad de la obra o la singularidad de lo bello contra las violencias del concepto. Ni, inversamente, cuando parecemos lamentar el silencio o el fracaso ante lo único, es que creamos en la necesidad de reducir lo único, de analizarlo, de descomponerlo rompiéndolo aún más. Mejor dicho: creemos que ningún comentario puede escapar a esos defectos, a no ser destruyéndose a sí mismo como comentario al exhumar la unidad en la que se enraízan las diferencias (de la locura y de la obra, de la psique y del texto, del ejemplo y de la esencia, etc.) que sostienen implícitamente la crítica y la clínica. Este suelo, al que nos aproximamos aquí sólo por vía negativa, es histórico en un sentido que, nos parece, no ha llegado nunca a adquirir valor temático en los comentarios de los que acabamos de hablar y que, a decir verdad, se deja tolerar mal por el concepto metafísico de historia. La presencia tumultuosa de ese suelo arcaico imantará así el discurso que los gritos de Artaud van atraer aquí a su resonancia propia. De lejos, una vez más, pues nuestra primera cláusula de ingenuidad no era una cláusula de estilo.
 
Y si decimos, para empezar, que Artaud nos enseña esa unidad anterior a la disociación, no es para constituir a Artaud en ejemplo de lo que nos enseña. Si lo entendemos, no tenemos que esperar de él una lección. Además, las consideraciones anteriores no son en absoluto prolegómenos metodológicos o generalidades que anuncian un nuevo tratamiento del caso Artaud. Más bien señalan la cuestión misma que Artaud pretende destruir en su raíz, aquello cuya derivación, si no imposibilidad, denuncia incansablemente, aquello sobre lo que sus gritos no han dejado de abatirse rabiosamente. Pues lo que nos prometen sus aullidos, articulándose bajo los nombres de existencia, de carne, de vida, de teatro, de crueldad, es, antes de la locura y la obra, el sentido de un arte que no da lugar a obras, la existencia de un artista que no es ya la vía o la experiencia que dan acceso a otra cosa que ellas mismas, la existencia de una palabra que es cuerpo, de un cuerpo que es un teatro, de un teatro que es un texto puesto que no está ya al servicio de una escritura más antigua que él, a algún archi-texto o archi-palabra. Si Artaud resiste absolutamente -y, creemos, como hasta ahora no se había hecho nunca- a las exégesis clínicas o críticas, es por lo que en su aventura (y con esta palabra designamos una totalidad anterior a la separación de la vida y la obra) hay de protesta como tal contra la ejemplificación como tal. El crítico y el médico carecerían aquí de recursos ante una existencia que se rehúsa a significar, ante un arte que se ha pretendido sin obra, ante un lenguaje que se ha pretendido sin huella. Es decir, sin diferencia. Al perseguir una manifestación que no fuese una expresión sino una creación pura de la vida, que no cayese nunca lejos del cuerpo hasta perderse en signo o en obra, en objeto, Artaud ha querido destruir una historia, la de la metafísica dualista que inspiraba más o menos subterráneamente los ensayos evocados más arriba: dualidad del alma y el cuerpo que sostiene, secretamente, sin duda, la de la palabra y la existencia, del texto y el cuerpo, etc. Metafísica del comentario que autorizaba los «comentarios» porque regía ya las obras comentadas. Obras no teatrales, en el sentido en que lo entiende Artaud, y que son ya comentarios desviados. Azotando su carne para despertarla hasta la vigilia de esa desviación, Artaud ha querido prohibir que su palabra lejos de su cuerpo le fuese soplada.

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